SOMOS TODOS SANTOS.
SOMOS TODOS SANTOS
En este próximo Shabat (Dia de descanso) 29 de abril de 2023 del
calendario gregoriano, 8 del mes de Iyar de 5783 del calendario hebreo, leemos
en la Torá las parshiot Ajarei Mot-Kedoshim (Levítico 16:1 – 20:27)
Algo fundamental ocurre al comienzo de esta parashá y la historia es una
de las más grandes, y raramente reconocidas, contribuciones de judaísmo al
mundo.
Hasta ahora el libro Levítico (Vaikrá) se ha referido mayormente a los
sacrificios, la pureza, el Santuario, y el sacerdocio.
Resumiendo, trata sobre lugares sagrados, ofrendas, la élite y personas
santas, Aarón y sus descendientes, que ofician allí
De repente, en el capítulo 19, el texto se abre para abrazar a la
totalidad del pueblo y a la totalidad de la vida:
El Señor dijo a Moisés: “Habla a toda la
asamblea de Israel y diles a ellos: ‘Sean santos porque Yo, el Señor
vuestro Dios, Soy santo.’ (Levítico 19 1-2)
Esta es la primera y única vez en Levítico que se expresa una orden tan
inclusiva.
Es el pueblo como un todo al que se le ordena ser “santo,” no sólo a la
élite, los sacerdotes.
Es la vida misma la que será santificada.
La santidad ha de manifestarse en la forma en que la nación fabrica sus
vestimentas y siembra sus suelos, en la manera que se administra la justicia,
paga a los trabajadores, y conduce los negocios.
A los vulnerables, los sordos, los ciegos, los ancianos, los extranjeros,
se les debe brindar especial protección.
Toda la sociedad debe estar gobernada con amor, sin resentimientos ni
venganzas.
Lo que vemos aquí, en otras palabras, es la democratización de
la santidad. Todas las sociedades antiguas tenían sacerdotes.
En la Torá hemos encontrado hasta ahora cuatro instancias de sacerdotes
que no surgen de los hijos de Israel: Malkitzedek, contemporáneo de Abraham,
descrito como el Sacerdote del Dios Más Elevado; Potifar, el suegro de José; la
totalidad de los sacerdotes egipcios, cuyas tierras José no nacionalizó; e
Itró, el suegro de Moisés, sacerdote madianita.
El sacerdocio no era privativo de Israel, en todos lados había una
élite.
Acá, por primera vez, vemos un código de santidad dirigida al pueblo en
su totalidad.
Somos llamados a ser santos.
Curiosamente, sin embargo, esto no sorprende.
La idea, sino los detalles, ya había sido insinuada.
La instancia más explícita aparece en el preludio de la ceremonia del
gran pacto celebrado en el Monte Sinaí cuando Dios instruye a Moisés que le
diga al pueblo “Ahora si Me obedecen plenamente y cumplen Mi pacto, entonces de
entre todas las naciones serán Mi posesión más preciada.
A pesar que toda la tierra es Mía, serán para Mí un reino de
sacerdotes y una nación santa” (Éxodo 19:5-6), o sea, un reino en el
cual todos sus integrantes sean de alguna forma sacerdotes, y una nación santa
en su totalidad.
El primer indicador es más temprano aún, en el primer capítulo de
Génesis con su monumental declaración, “‘Hagamos Nosotros una humanidad a
Nuestra imagen y a Nuestra semejanza’…
Y entonces Dios creó la humanidad a Su propia imagen, en la imagen de
Dios Él los creó; varón y mujer Él los creó” (Génesis 1: 26-27).
Lo revolucionario de esta declaración no es que un humano pueda ser a la
imagen de Dios.
Es precisamente esa la forma en que los reyes de las ciudades de la
Mesopotamia y los faraones de Egipto eran presentados.
Eran considerados como los representantes, las imágenes vivientes de los
dioses.
Esa era la vía por la cual derivaban su autoridad.
La revolución de la Torá consiste en la declaración de que no algunos,
sino todos los seres humanos comparten esa dignidad.
Independientemente de clase, color, cultura o credo, todos somos a imagen y
semejanza de Dios.
De esta forma nace un conjunto de ideas que, aunque tardó milenios en
materializarse, condujo a la característica distintiva de la cultura de
Occidente: la dignidad de la persona humana no negociable, la idea de los
derechos humanos.
El tema no es que estas ideas fueron generadas en las mentes de los
seres humanos durante la era bíblica de la historia. Decididamente esto no es
así. El concepto de los derechos humanos es producto del siglo XVII.
La democracia no se implementó plenamente hasta el siglo XX.
Pero ya en Génesis 1 la semilla estaba plantada. a lo que aludió John F.
Kennedy “los derechos humanos no provienen de la generosidad del estado, sino
de la mano de Dios.”
Lo irónico es que estos tres textos, Génesis 1, Éxodo 19:6 y Levítico
19, fueron todos expresados mediante la voz que el judaísmo llama Torat Kohanim.
(Tora de los Sacerdotes)
A la luz de ella, los sacerdotes no eran igualitarios.
Todos provenían de una sola tribu, los Levitas, y de una sola familia de
esa tribu, la de Aarón.
Ciertamente, la Torá nos dice que esa no era la intención original de
Dios. Inicialmente debían ser los primogénitos, los salvados de la última de
las plagas, que serían los encargados, con especial santidad, de ser los
ministros de Dios.
Fue solo después del pecado del becerro de oro, del cual la tribu de
Leví no participó, que fue efectuado el cambio.
Aun así, el sacerdocio hubiera sido una élite, un rol específicamente
reservado para los primogénitos varones.
Tan profundo es el concepto de igualdad grabado en el monoteísmo que
emerge precisamente de la voz sacerdotal, del lugar más inesperado.
La razón es la siguiente: la religión en el mundo antiguo era, no
accidental sino esencialmente, la defensa de la jerarquía.
Con el desarrollo, primero de la agricultura y luego de las poblaciones
urbanas, surgieron sociedades altamente estratificadas con un gobernante a la
cabeza, rodeado de la corte real, bajo la cual estaba la élite administrativa,
y debajo de todo, una masa ignorante que era reclutada cada tanto para las
guerras o como fuerza laboral utilizada para la construcción de edificaciones
monumentales.
Lo que mantuvo esta estructura fue una elaborada doctrina de jerarquía
celestial de origen mítico, en la cual el símbolo natural más común era el sol
y cuya representación arquitectónica era la pirámide o el zigurat, una
construcción masiva, ancha en la base y angosta en la cima.
Los dioses habían peleado y establecido un orden de dominación y
sumisión.
Rebelarse contra la jerarquía terrestre era desafiar la realidad misma.
Esa era la creencia universal en el mundo antiguo.
Aristóteles creía que algunos nacieron para gobernar y otros para ser
gobernados.
Platón construyó un mito en La República en la cual las
divisiones existieron porque los dioses fabricaron algunas personas con oro,
otras con plata y otras con bronce.
Esta era la “mentira noble” que debía ser relatada para que la sociedad
se pudiera proteger de las disidencias internas.
El monoteísmo desplaza toda la base mitológica de la jerarquía.
No hay un orden entre los dioses porque no hay dioses, está solamente el
Único Dios, el Creador de todo.
Alguna forma de jerarquía siempre existirá: los ejércitos necesitan
comandantes, las películas requieren directores y las orquestas, conductores.
Pero estas son categorías funcionales, no ontológicas.
No es un tema de nacimiento.
Por eso es aún más impactante encontrar que los sentimientos más
igualitarios provienen del mundo sacerdotal, cuyo rol religioso provenía desde la
cuna.
El concepto de igualdad que encontramos en la Torá específicamente, y en
el judaísmo en general, no es la igualdad de la riqueza: el judaísmo no es
comunismo.
Tampoco es igualdad de poder: el judaísmo no es anarquía.
Es fundamentalmente la igualdad de la dignidad.
Somos todos ciudadanos de una nación bajo la soberanía de Dios.
De ahí la elaborada estructura política y económica de Levítico,
organizada alrededor del número siete, el signo de la santidad.
Cada séptimo día es de tiempo libre.
Cada séptimo año, lo producido por la tierra pertenece a todos; los
esclavos israelitas son liberados, las deudas perdonadas.
Cada quincuagésimo año la tierra ancestral debía retornar a sus dueños
originales.
De ahí que las desigualdades inevitables que resultan de la libertad
quedan mitigadas.
La lógica de todas estas medidas es la percepción sacerdotal de que
Dios, el Creador de todo, es a la vez el dueño de todo: “La tierra no debe ser
vendida en forma permanente, porque la tierra es Mía y ustedes residen en Mi
tierra como extranjeros y residentes temporarios.” (Levítico 25: 23).
Dios por lo tanto tiene el derecho, no solo el poder, de fijar límites a
la inequidad.
Nadie debe ser privado de su dignidad debido a la pobreza total, la
servidumbre sin fin o el endeudamiento no resuelto.
Lo que es verdaderamente impactante, sin embargo, es lo que
sucedió después de la época bíblica y de la destrucción del
Segundo Templo. Enfrentados con la pérdida de toda la infraestructura de la
santidad, el del servicio divino, a la vida diaria del judío común.
En la plegaria, cada judío se convirtió en sacerdote ofrendando un
sacrificio. En su arrepentimiento, se tornó en Sumo Sacerdote, expiando sus
pecados y los de su pueblo.
Cada sinagoga, en Israel o cualquier otro lado, se transformó en un
fragmento del Templo de Jerusalem.
Cada mesa fue y es un altar, cada acto de caridad u hospitalidad, una
forma de sacrificio.
El estudio de la Torá, se transformó en derecho y obligación de todos.
El Talmud en el Tratado Shabat 127 dice: El hombre poseedor de las
siguientes virtudes goza de su realización en la vida terrena, mientras su
acción perdura hasta la eternidad: el respeto a los padres, la beneficencia, la
concurrencia a la casa de estudio por la mañana y por la tarde, la hospitalidad,
la visita a los enfermos, la asistencia a las desposadas necesitadas, el
acompañamiento a los difuntos, la concentración durante la oración, el fomentar
la paz entre el hombre y su prójimo, mas Talmud Torá (el estudio) equivale a
todas estas virtudes en conjunto.
No cualquiera podía vestir la corona del sacerdote, pero todos podían
tener la corona de la Torá.
Un hijo ilegítimo estudioso de la Torá, según los sabios, era más grande
que un Sumo Sacerdote ignorante.
De la tragedia devastadora de la destrucción del Templo, los sabios
crearon un orden religioso y social más cercano que nunca al ideal del pueblo
“como reino de sacerdotes y nación santa”.
La semilla había sido plantada mucho antes, al comienzo de Levítico 19:
“Habla a toda la asamblea de Israel y diles ‘Sean santos
porque Yo el Señor vuestro Dios, soy santo’”
La santidad nos pertenece a todos cuando transformamos nuestras vidas en
servicio a Dios, y a la sociedad en hogar para la Divina Presencia.
“Extraído de disertación del Rabino Jonathan Sacks (Z”L)
Amanda Adriana Arimayn. Arquitecta
Arieh Sztokman. Rabino
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